"Ubi ergo Petrus, ibi ecclesia; ubi ecclesia, ibi nulla mors, sed vita eterna".
“Onde está Pedro, aí está a Igreja; onde está a Igreja aí não há morte, mas a vida eterna”.
Santo Ambrósio, Enarrationes in XII Psalmos davidicos; PL 14, 1082

sexta-feira, 7 de dezembro de 2007

VATICANO - ESPECIAL - LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA

por don Nicola Bux y don Salvatore Vitiello - “SPE SALVI”, la segunda Encíclica de Su Santidad Benedicto XVI Ciudad del Vaticano (Agencia Fides)

Es un grande fresco sobre la Esperanza cristiana, la nueva Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI: “Spe Salvi facti sumus”, “En la esperanza hemos sido salvados” (Cf Rm 8,24) es el título, y es de suponer que ocupará no poco el tiempo y el estudio de los cristianos y de los hombres de buena voluntad. Después de habernos regalado la “Deus caritas est”, sobre la Caridad, el Santo Padre dona a la Iglesia un texto sobre la virtud de la esperanza, la que Péguy definía la “niña” entre las tres virtudes teologales, que parece ser llevada de la mano por las más grandes, la fe y la caridad, pero que es, en realidad, la que conduce y sostiene a ambas. Se trata de un texto dinámico, de 50 números, no subdividido oficialmente en partes pero que, de hecho, está compuesto por una amplia definición de la esperanza cristiana, con no pocas puntualizaciones y correcciones de errores en la concepción de esta virtud, y una segunda parte con el título “Lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza”, en la que surge toda la paternidad y la ayuda del Papa a sus hijos y a todos los hombres para volver, como Iglesia, a educar en la esperanza. Los primeros 13 números son un apasionado análisis bíblico-teológico de la esperanza. Pregunta el Papa: “¿Pero de qué tipo es esta esperanza para poder justificar la afirmación según la cual a partir de ella, y simplemente porque ella existe, nosotros somos redimidos? ¿Y de qué tipo de certeza se trata?” (n. 1). Y surge, con toda evidencia, que la esperanza cristiana es certeza, no duda, fundada sobre la fe, incluso que “esperanza es el equivalente de fe” (n. 2). ¡La esperanza, entonces, es una Persona, es Cristo mismo, ya que sólo quien es capaz de ofrecer una esperanza que supera incluso la muerte dona la verdadera esperanza! La vida eterna es, entonces, la verdadera medida de la esperanza humana. La lucha contra la muerte, el librarse de la muerte, ha representado siempre un elemento característico de la experiencia humana; pero “¿Queremos nosotros verdaderamente esto - vivir eternamente? Quizás hoy muchas personas rechazan la fe simplemente porque la vida eterna no les parece una cosa deseable. No quieren de ninguna manera la vida eterna, sino la presente, y la fe en la vida eterna parece, para este fin, más bien un obstáculo. Seguir viviendo eternamente - sin fin - parece más una condena que un don. La muerte, ciertamente, la quisiéramos retrasar los más posible. Pero vivir para siempre, sin un final - esto, en realidad, puede ser solamente aburrido y al final insoportable” (n. 10). El Santo Padre nos conduce así a una pregunta radical, a la pregunta fundamental de toda existencia humana: “hay una contradicción en nuestra actitud, que remite a una contradicción interior de nuestra misma existencia. Por un lado, no queremos morir; sobre todo quien nos ama no quiere que muramos. Por otro lado, sin embargo, ni siquiera deseamos continuar a existir ilimitadamente y la tierra no ha sido creada tampoco con esta perspectiva. Entonces, ¿qué queremos verdaderamente? Esta paradoja de nuestra misma actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es, en realidad, la ‘vida’? ¿Y qué significa verdaderamente ‘eternidad’?” (n.11). La respuesta a estas preguntas ocupa gran parte del camino del texto, y es un recorrido extraordinariamente fascinante que conduce al lector no sólo a profundizar los propios conocimientos, sino también a una gran introspección, a un diálogo consigo mismo y con el significado radical de su existencia. El análisis histórico del desarrollo del concepto de esperanza de los tiempos modernos (nn. 16-23) lleva consigo un gran aporte, incluso crítico, a las derivas de un pensamiento que, reducido antropocéntricamente, midiendo todo en base al hombre, ha terminado por querer excluir a Dios. La ideología del progreso, que ha ilusionado, e ilusiona, al hombre, es identificada con extraordinaria claridad, por las ideas de Bacon, de las que se llega a afirmar: “Francis Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento que en él se inspira, se equivocaban al considerar que el hombre habría sido redimido a través de la ciencia” (n. 25). Y Benedicto XVI, como gran conocedor del corazón y de la realidad del hombre afirma: “No es la ciencia que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Esto vale ya en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno en su vida experimenta un grande amor, este es un momento de ‘redención’ que le da un sentido nuevo a su vida. Pero pronto se dará cuenta también de que el amor que le es donado no resuelvo, por sí solo, el problema de su vida. Es un amor que sigue siendo frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita del amor incondicionado. Tiene necesidad de esta certeza” (n. 26). Y también: “nosotros tenemos necesidad de las esperanzas - más pequeñas o más grandes - que, día a día, nos mantienen en camino. Pero sin la gran esperanza, que debe superar todo lo demás, ellas no bastan. Esta gran esperanza puede solamente ser Dios” (n. 31). De gran relieve todo el análisis, realizado por la encíclica, de la relación entre esperanza y libertad, en el que se afirma que el haber querido reducir la esperanza a los límites estrechos de las realidades mundanas, a lo humanamente realizable, excluyendo la dimensión salvadora de una esperanza que no es solamente el fruto del actuar y del progreso humano, en una concepción que de hecho es autoredentora, ha determinado la reducción de la libertad: “una esperanza que no tenga que ver conmigo personalmente no es ni siquiera una verdadera esperanza. Y se hizo evidente que esta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de las cosas humanas depende en cada generación nuevamente de la libre decisión de los hombres que a ella pertenecen. Si esta libertad, por causa de las condiciones y de las estructuras, fuese […] eliminada, el mundo, a fin de cuentas, no sería bueno, porque un mundo sin libertad no es para nada un mundo bueno” (n. 30). En la preocupación del Pastor de la Iglesia Universal de indicar a todos sus hijos, y a los hombres de buena voluntad, donde y como se “aprende” la esperanza, el Santo Padre individua tres “lugares” fundamentales: en primer lugar la Oración (nn. 32-34), luego la acción y el sufrir humanos (nn. 35-40) y, por último, el Juicio final (nn. 41-48). El texto concluye con un extraordinario fresco dedicado a María santísima, “Estrella de la Esperanza” (nn. 48-50). (Agencia Fides 30/11/2007; líneas 69, palabras 1105)